Tierra y Humo

El Altiplano boliviano: el poder del paisaje

En la Comunidad Aymara de Sabaya vivía hace muchos años una mujer, Kariquima, de la que se enamoraron por su belleza los mallkus Sabaya y Sajama. Sabaya, animado por los yatiris enamoró a Kariquima, lo que despertó la cólera de Sajama, quien, durante una emboscada, hirió a Sabaya destrozándole los dientes con su honda. Sabaya huyó por el extenso Salar de Coipasa escupiendo sangre, pero no se rindió. En venganza, Sabaya envió conejos silvestres para que le comieran la espalda a Sajama. Uno de sus sirvientes corrió a conseguir un antídoto para Sajama pero, a su retorno, lo encontró moribundo. En un último intento de salvar a Sajama de la muerte, el sirviente le cubrió la espalda con una densa niebla que, convirtiéndose en nieve, congeló a los conejos.

Sabaya se alza hoy imponente, convertido en volcán, frente al Salar de Coipasa donde, cada esputo de sangre que echó, se convirtió en un cerro, los «Sikaa Qullu Qullunaka».

En el poniente boliviano las montañas están vivas; son respetadas y admiradas por los habitantes de estas tierras desde hace siglos.

Cuando se viaja y se recorren caminos, se contempla sin prisa, y la viajera puede apreciar cómo cambian las personas a medida que el paisaje se transforma. En Bolivia, desde la selva a la montaña, desde la ciudad más caótica al desierto más inhóspito, cada pequeña Comunidad tiene una forma propia de ser, sentir y creer.

No somos seres aislados de todo lo demás, aunque nuestra soberbia humana nos empuje a creer que estamos por encima de la vida. El entorno, los animales y plantas, el viento, el sol y la lluvia, el aire que respiramos… Todo forma parte de lo que somos, y lo que somos es tan sólo una pequeñísima pieza en el conjunto de la existencia y la vida.